sábado, 24 de diciembre de 2011

Carta de Navidad

Hoy es Navidad, y eso significa que es tiempo de Nacimiento. Como es tiempo de nacimiento es tiempo de esperanza.
Mirando un dibujo del Niño Dios, ese que nació hace más de 2000 años en Belén, pero que nace de nuevo cada año, pienso en esta noche y le pido muchos deseos. A estos deseos los escribo en esta cartita que los compartos con ustedes a ver si me ayudan y por ahí algunos se cumplen.
“Querido Niño Dios. En esta Navidad muchos esperan regalos de todo tipo y tamaño, pero también hay chicos que no los tendrán. A ellos te pido, que entre todos, sepamos regalarles una oración de paz. Hablando de paz, esta noche tendré la suerte de brindar con mi familia, pero al ver noticias que vienen de afuera me doy cuenta que la maldita guerra, no les dejará a muchos vivir ni un minuto en paz. A los responsables de esta locura te pido les ayude a reflexionar y les regales unas gotitas de humanidad. También te pido que ilumines la mente de los padres que mandan a sus hijos a pedir en un semáforo, a los que prefieren hacerlos trabajar antes que mandarles a una escuela. Por ellos y por todos quienes la necesitan, te pido un poco de LUZ. Nada más.
Por último, quiero decirte dos cosas: Te agradezco haber conocido a cada una de las personas con que he compartido, porque todos son seres magníficos que me regalaron momentos de mucho crecimiento. Te pido que me regales la posibilidad de entender que cada día, en cada acto, tenemos una oportunidad para ser felices. Sinceramente a esos pequeños momentos no los quiero desaprovechar”.
Feliz Navidad

sábado, 19 de noviembre de 2011

Nos preparamos para la prueba

El avaro y la mosca

Cuentan que cuentan que, en  un lejano país había un hombre muy rico, pero avaro. Prestaba dinero a los pobres y les cobraba un interés altísimo. Así aumentaba la deuda de la gente que nadie podía pagar y perdían lo poco que tenían. Eso le ocurrió a un campesino que le debía muchísimo dinero.
Un día, el avaro se presentó en su casa para ver si hallaba algo valioso para quitarle.
Encontró al pequeño hijo del campesino jugando solo en el jardín y le preguntó por sus padres.
-          Mi padre ha ido a cortar arboles vivos para plantarlos muertos y mi madre fue al mercado a vender el viento y a comprar el sol- respondió el niño.
El avaro intrigado por las palabras del niño, le pidió que le explicara lo que quería decir, pero el niño siempre repetía lo mismo. Por más que lo halago y lo amenazo, el niño contestaba con esas palabras. Y como no podía resistir la curiosidad, el avaro decidió hacer un trato con el pequeño.
-          Si me explicas lo que estás diciendo, olvidaré la deuda de tu padre. El cielo y la tierra serán mis testigos
-          El cielo y la tierra no pueden ser testigos, porque no pueden hablar- respondió el niño. – tiene que ser algo con vida.
-          Pues que sea testigo esa mosca – dijo el avaro, señalando al insecto que estaba posado en el marco de la puerta.
El niño aceptó la propuesta y le explicó que su padre había ido a cortar bambúes para hacer una cerca y que su madre había ido al mercado a vender abanicos y a comprar aceites para las lámparas.
El avaro se rió de la ocurrencia del niño, lo felicitó por su inteligencia y se retiró.
Sin embargo, una semana después regresó a la casa del campesino a reclamar el dinero que este le debía.
-          Padre, usted no tiene que pagarle nada- intervino el niño y le recordó al avaro de olvidar la deuda.
Por supuesto, el hombre negó todo y decidieron llevar el caso ante el Juez del lugar.
Frente al Juez, el avaro insistió con que nunca había visto al muchacho y exigió su dinero. El niño contó, en cambio, su versión.
-          Es la palabra de uno contra el otro- dijo el juez-. No puede saber cuál es la verdad sin un testigo.
-          Pero había un testigo- interrumpió el niño-. Nos oyó una mosca.
-          ¿Una mosca?- repitió el juez.
-          Si, una mosca grande que se posó sobre su nariz.
-          ¡Mentiroso! La mosca estaba en el marco de la puerta y no en mi nariz… - el avaro dejó de hablar pero ya era tarde.
El juez falló a favor del campesino pobre, que abrazó muy fuerte a su hijo, mientras el avaro se iba refunfuñando de rabia.
Versión de Liliana Cinetto de un Cuento Popular  vietnamita.

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Actividades

-          Indica que tipo de narrador tiene este cuento
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-          Explica las siguientes expresiones

Vender el viento: ………………………………………………………………………………………...

Comprar el sol:…………………………………………………………………………………………..

Cortar  árboles vivos para plantarlos muertos:………………………………………………………………

Explica porque el juez falló en contra del avaro
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Este texto es un cuento:  Tradicional  -  Maravilloso   -   policial 


Piensa y escribe un final distinto para este cuento
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Cuentan que, en  un lejano país había un hombre muy rico, pero avaro. Prestaba dinero a los pobres y les cobraba un interés altísimo. Así aumentaba la deuda de la gente que nadie podía pagar y perdían lo poco que tenían. Eso le ocurrió a un campesino que le debía muchísimo dinero.
Un día, el avaro se presentó en su casa para ver si hallaba algo valioso para quitarle.
Encontró al pequeño hijo del campesino jugando solo en el jardín y le preguntó por sus padres.




Busca los homónimos  y/o antónimos de las palabras subrayadas en el texto anterior

………………………………………………..
……………………………………………….
………………………………………………
……………………………………………….


Leyendo el texto anterior completa el siguiente cuadro
Sustantivo
Género
Número
















Ahora trabajamos con los adjetivos

Adjetivo
Clasificación
Grado
















Analizamos las siguientes oraciones

El avaro se rió de la ocurrencia del niño.

El niño aceptó la propuesta.

El avaro intrigado por las palabras del niño, le pidió que le explicara lo que quería decir.

El juez falló a favor del campesino pobre.

Prestaba dinero a los pobres y les cobraba un interés altísimo.

sábado, 22 de octubre de 2011

Historia de dos cachorros de Coatí y dos cachorros de hombre

Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran ruido, se tiraban al suelo de cabeza y salían corriendo con la cola levantada.
Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre los reunió un día arriba de un naranjo y les habló así:
-Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la comida solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre solos, como todos los coatís. El mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos, puede encontrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos cascarudos y cucarachas. El segundo, que es gran comedor de frutas, puede encontrarlas en este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer sino huevos de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes hay nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos al campo, porque es peligroso.
Coaticitos: hay una sola cosa a la cual deben tener gran miedo. Son los perros. Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo un diente roto. Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un gran ruido, que mata. Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza al suelo, por alto que sea el árbol. Si no lo hacen así los matarán con seguridad de un tiro.
Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, caminando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo, porque así caminan los coatís.
El mayor, que quería comer cascarudos, buscó entre los palos podridos y las hojas de los yuyos, y encontró tantos, que comió hasta quedarse dormido. El segundo, que prefería las frutas a cualquier cosa, comió cuantas naranjas quiso, porque aquel naranjal estaba dentro del monte, como pasa en el Paraguay y Misiones, y ningún hombre vino a incomodarlo. El tercero, que era loco por los huevos de pájaros, tuvo que andar todo el día para encontrar únicamente dos nidos; uno de tucán que tenía tres huevos, y uno de tórtola, que tenía sólo dos. Total, cinco huevos chiquitos, que era muy poca comida; de modo que al caer la tarde el coaticito tenía tanta hambre como de mañana, y se sentó muy triste a la orilla del monte. Desde allí veía el campo, y pensó en la recomendación de su madre.
-¿Por qué no querrá mamá -se dijo- que vaya a buscar nidos en el campo?
Estaba pensando así cuando oyó, muy lejos, el canto de un pájaro.
-¡Qué canto tan fuerte! -dijo admirado-. ¡Qué huevos tan grandes debe tener ese pájaro!
El canto se repitió. Y entonces el coatí se puso a correr por entre el monte, cortando camino, porque el canto había sonado muy a su derecha. El sol caía ya, pero el coatí volaba con la cola levantada. Llegó a la orilla del monte, por fin, y miró al campo. Lejos vio la casa de los hombres, y vio a un hombre con botas que llevaba un caballo de la soga. Vio también un pájaro muy grande que cantaba y entonces el coaticito se golpeó la frente y dijo:
-¡Qué zonzo soy! Ahora ya sé qué pájaro es ese. Es un gallo; mamá me lo mostró un día de arriba de un árbol. Los gallos tienen un canto lindísimo, y tienen muchas gallinas que ponen huevos. ¡Si yo pudiera comer huevos de gallina!...
Es sabido que nada gusta tanto a los bichos chicos de monte como los huevos de gallina. Durante un rato el coaticito se acordó de la recomendación de su madre. Pero el deseo pudo más, y se sentó a la orilla del monte, esperando que cerrara bien la noche para ir al gallinero.
La noche cerró por fin, y entonces, en puntas de pie y paso a paso, se encaminó a la casa. Llegó allá y escuchó atentamente: no se sentía el menor ruido. El coaticito, loco de alegría porque iba a comer cien, mil, dos mil huevos de gallina, entró en el gallinero, y lo primero que vio bien en la entrada, fue un huevo que estaba solo en el suelo. Pensó un instante en dejarlo para el final, como postre, porque era un huevo muy grande; pero la boca se le hizo agua, y clavó los dientes en el huevo.
Apenas lo mordió, ¡TRAC! un terrible golpe en la cara y un inmenso dolor en el hocico.
-¡Mamá, mamá!- gritó, loco de dolor, saltando a todos lados. Pero estaba sujeto, y en ese momento oyó el ronco ladrido de un perro.
Mientras el coatí esperaba en la orilla del monte que cerrara bien la noche para ir al gallinero, el hombre de la casa jugaba sobre la gramilla con sus hijos, dos criaturas rubias de cinco y seis años, que corrían riendo, se caían, se levantaban riendo otra vez, y volvían a caerse. El padre se caía también, con gran alegría de los chicos. Dejaron por fin de jugar porque ya era de noche, y el hombre dijo entonces:
-Voy a poner la trampa para cazar a la comadreja que viene a matar los pollos y robar los huevos.
Y fue y armó la trampa. Después comieron y se acostaron. Pero las criaturas no tenían sueño, y saltaban de la cama del uno a la del otro y se enredaban en el camisón. El padre, que leía en el comedor, los dejaba hacer. Pero los chicos de repente se detuvieron en sus saltos y gritaron:
-¡Papá! ¡Ha caído la comadreja en la trampa! ¡Tuké está ladrando! ¡Nosotros también queremos ir, papá!
El padre consintió, pero no sin que las criaturas se pusieran las sandalias, pues nunca los dejaba andar descalzos de noche, por temor a las víboras.
Fueron. ¿Qué vieron allí? Vieron a su padre que se agachaba, teniendo al perro con una mano, mientras con la otra levantaba por la cola a un coatí, un coaticito chico aún, que gritaba con un chillido rapidísimo y estridente, como un grillo.
-¡Papá, no lo mates! -dijeron las criaturas-. ¡Es muy chiquito! ¡Dánoslo para nosotros!
-Bueno, se lo voy a dar -respondió el padre-. Pero cuídenlo bien, y sobre todo no se olviden de que los coatís toman agua como ustedes.
Esto lo decía porque los chicos habían tenido una vez un gatito montés al cual a cada rato le llevaban carne, que sacaban de la fiambrera; pero nunca le dieron agua, y se murió.
En consecuencia, pusieron al coatí en la misma jaula del gato montés, que estaba cerca del gallinero, y se acostaron todos otra vez.
Y cuando era más de medianoche y había un gran silencio, el coaticito, que sufría mucho por los dientes de la trampa, vio, a la luz de la luna, tres sombras que se acercaban con gran sigilo. El corazón le dio un vuelco al pobre coaticito al reconocer a su madre y a sus dos hermanos que lo estaban buscando.
-¡Mamá, mamá! -murmuró el prisionero en voz muy baja para no hacer ruido-. ¡Estoy aquí! ¡Sáquenme de aquí! ¡No quiero quedarme, ma... má! ...- y lloraba desconsolado.
Pero a pesar de todo, estaban contentos porque se habían encontrado, y se hacían mil caricias en el hocico.
Se trató en seguida de hacer salir al prisionero. Probaron primero cortar el alambre tejido, y los cuatro se pusieron a trabajar con los dientes; mas no conseguían nada. Entonces a la madre se le ocurrió de repente una idea, y dijo:
-¡Vamos a buscar las herramientas del hombre! Los hombres tienen herramientas para cortar fierro. Se llaman limas. Tienen tres lados como las víboras de cascabel. Se empuja y se retira. ¡Vamos a buscarla!
Fueron al taller del hombre y volvieron con la lima. Creyendo que uno solo no tendría fuerzas bastantes, sujetaron la lima entre los tres y empezaron el trabajo. Y se entusiasmaron tanto, que al rato la jaula entera temblaba con las sacudidas y hacía un terrible ruido. Tal ruido hacía, que el perro se despertó, lanzando un ronco ladrido. Mas los coatís no esperaron a que el perro les pidiera cuenta de ese escándalo y dispararon al monte, dejando la lima tirada.
Al día siguiente, los chicos fueron temprano a ver a su nuevo huésped, que estaba muy triste.
-¿Qué nombre le pondremos? -preguntó la nena a su hermano.
-¡Ya sé! -respondió el varoncito-. ¡Le pondremos Diecisiete!
¿Por qué Diecisiete? Nunca hubo bicho del monte con nombre más raro. Pero el varoncito estaba aprendiendo a contar, y tal vez le había llamado la atención aquel número.
El caso es que se llamó Diecisiete. Le dieron pan, uvas, chocolate, carne, langostas, huevos, riquísimos huevos de gallina. Lograron que en un solo día se dejara rascar la cabeza; y tan grande es la sinceridad del cariño de las criaturas, que al llegar la noche, el coatí estaba casi resignado con su cautiverio. Pensaba a cada momento en las cosas ricas que había para comer allí, y pensaba en aquellos rubios cachorritos de hombre que tan alegres y buenos eran.
Durante las noches siguientes, el perro durmió tan cerca de la jaula, que la familia del prisionero no se atrevió a acercarse, con gran sentimiento. Cuando a la tercera noche llegaron de nuevo a buscar la lima para dar libertad al coaticito, éste les dijo:
-Mamá: yo no quiero irme más de aquí. Me dan huevos y son muy buenos conmigo. Hoy me dijeron que si me portaba bien me iban a dejar suelto muy pronto. Son como nosotros. Son cachorritos también, y jugamos Juntos.
Los coatís salvajes quedaron muy tristes, pero se resignaron, prometiendo al coaticito venir todas las noches a visitarlo.
Efectivamente, todas las noches, lloviera o no, su madre y sus hermanos iban a pasar un rato con él. El coaticito les daba pan por entre el tejido de alambre, y los coatís salvajes se sentaban a comer frente a la jaula.
Al cabo de quince días, el coaticito andaba suelto y él mismo se iba de noche a su jaula. Salvo algunos tirones de orejas que se llevaba por andar muy cerca del gallinero, todo marchaba bien. El y las criaturas se querían mucho, y los mismos coatís salvajes, al ver lo buenos que eran aquellos cachorritos de hombre, habían concluido por tomar cariño a las dos criaturas.
Hasta que una noche muy oscura, en que hacía mucho calor y tronaba, los coatís salvajes llamaron al coaticito y nadie les respondió. Se acercaron muy inquietos y vieron entonces, en el momento en que casi la pisaban, una enorme víbora que estaba enroscada a la entrada de la jaula. Los coatís comprendieron en seguida que el coaticito había sido mordido al entrar, y no había respondido a su llamado porque acaso estaba ya muerto. Pero lo iban a vengar bien. En un segundo, entre los tres, enloquecieron a la serpiente de cascabel, saltando de aquí para allá, y en otro segundo, cayeron sobre ella, deshaciéndole la cabeza a mordiscones.
Corrieron entonces adentro, y allí estaba en efecto el coaticito, tendido, hinchado, con las patas temblando y muriéndose. En balde los coatís salvajes lo movieron; lo lamieron en balde por todo el cuerpo durante un cuarto de hora. El coaticito abrió por fin la boca y dejó de respirar, porque estaba muerto.
Los coatís son casi refractarios, como se dice, al veneno de las víboras. No les hace casi nada el veneno, y hay otros animales, como la mangosta, que resisten muy bien el veneno de las víboras. Con toda seguridad el coaticito había sido mordido en una arteria o una vena, porque entonces la sangre se envenena en seguida, y el animal muere. Esto le había pasado al coaticito.
Al verlo así, su madre y sus hermanos lloraron un largo rato. Después, como nada más tenían que hacer allí, salieron de la jaula, se dieron vuelta para mirar por última vez la casa donde tan feliz había sido el coaticito, y se fueron otra vez al monte.
Pero los tres coatís, sin embargo, iban muy preocupados y su preocupación era ésta: ¿Qué iban a decir los chicos, cuando, al día siguiente, vieran muerto a su querido coaticito? Los chicos le querían muchísimo y ellos, los coatís, querían también a los cachorritos rubios. Así es que los tres coatís tenían el mismo pensamiento, y era evitarles ese gran dolor a los chicos.
Hablaron un largo rato y al fin decidieron lo siguiente: el segundo de los coatís, que se parecía muchísimo al menor en cuerpo y en modo de ser, iba a quedarse en la jaula, en vez del difunto. Como estaban enterados de muchos secretos de la casa, por los cuentos del coaticito, los chicos no conocerían nada; extrañarían un poco algunas cosas, pero nada más.
Y así pasó en efecto. Volvieron a la casa, y un nuevo coaticito reemplazó al primero, mientras la madre y el otro hermano se llevaban sujeto a los dientes el cadáver del menor. Lo llevaron despacio al monte, y la cabeza colgaba, balanceándose, y la cola iba arrastrando por el suelo.
Al día siguiente los chicos extrañaron, efectivamente, algunas costumbres raras del coaticito. Pero como éste era tan bueno y cariñoso como el otro, las criaturas no tuvieron la menor sospecha. Formaron la misma familia de cachorritos de antes, y, como antes, los coatís salvajes venían noche a noche a visitar al coaticito civilizado, y se sentaban a su lado a comer pedacitos de huevos duros que él les guardaba, mientras ellos le contaban la vida de la selva.

Horacio Quiroga
Del libro “Cuentos de la Selva”

Actividades

1-      Busca en el cuento tres oraciones y analízalas.
2-      Busca en el texto tres las palabras que tengan diptongos y tres que tengan hiato.
3-      Reescribe el siguiente texto reemplazando por sinónimos las palabras subrayadas
Al cabo de quince días, el coaticito andaba suelto y él mismo se iba de noche a su jaula. Salvo algunos tirones de orejas que se llevaba por andar muy cerca del gallinero, todo marchaba bien. El y las criaturas se querían mucho, y los mismos coatís salvajes, al ver lo buenos que eran aquellos cachorritos de hombre, habían concluido por tomar cariño a las dos criaturas.”

Trabajamos con el cuento

¿Cuántos personajes intervienen en este cuento? ¿Quiénes son?
Ubica a el personaje principal, secundario, narrador, etc.
Imagina…  ¿Qué sucedería si los niños se daban cuenta que el Coatí que estaba en la jaula era otro? Con esta premisa, escribe un final distinto del cuento.

*Recuerda que si quieres enviar la tarea por e-mail, lo puedes hacer a: normaltucuman@gmail.com

Historia de dos cachorros de Coatí y dos cachorros de hombre

Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran ruido, se tiraban al suelo de cabeza y salían corriendo con la cola levantada.
Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre los reunió un día arriba de un naranjo y les habló así:
-Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la comida solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre solos, como todos los coatís. El mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos, puede encontrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos cascarudos y cucarachas. El segundo, que es gran comedor de frutas, puede encontrarlas en este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer sino huevos de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes hay nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos al campo, porque es peligroso.
Coaticitos: hay una sola cosa a la cual deben tener gran miedo. Son los perros. Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo un diente roto. Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un gran ruido, que mata. Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza al suelo, por alto que sea el árbol. Si no lo hacen así los matarán con seguridad de un tiro.
Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, caminando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo, porque así caminan los coatís.
El mayor, que quería comer cascarudos, buscó entre los palos podridos y las hojas de los yuyos, y encontró tantos, que comió hasta quedarse dormido. El segundo, que prefería las frutas a cualquier cosa, comió cuantas naranjas quiso, porque aquel naranjal estaba dentro del monte, como pasa en el Paraguay y Misiones, y ningún hombre vino a incomodarlo. El tercero, que era loco por los huevos de pájaros, tuvo que andar todo el día para encontrar únicamente dos nidos; uno de tucán que tenía tres huevos, y uno de tórtola, que tenía sólo dos. Total, cinco huevos chiquitos, que era muy poca comida; de modo que al caer la tarde el coaticito tenía tanta hambre como de mañana, y se sentó muy triste a la orilla del monte. Desde allí veía el campo, y pensó en la recomendación de su madre.
-¿Por qué no querrá mamá -se dijo- que vaya a buscar nidos en el campo?
Estaba pensando así cuando oyó, muy lejos, el canto de un pájaro.
-¡Qué canto tan fuerte! -dijo admirado-. ¡Qué huevos tan grandes debe tener ese pájaro!
El canto se repitió. Y entonces el coatí se puso a correr por entre el monte, cortando camino, porque el canto había sonado muy a su derecha. El sol caía ya, pero el coatí volaba con la cola levantada. Llegó a la orilla del monte, por fin, y miró al campo. Lejos vio la casa de los hombres, y vio a un hombre con botas que llevaba un caballo de la soga. Vio también un pájaro muy grande que cantaba y entonces el coaticito se golpeó la frente y dijo:
-¡Qué zonzo soy! Ahora ya sé qué pájaro es ese. Es un gallo; mamá me lo mostró un día de arriba de un árbol. Los gallos tienen un canto lindísimo, y tienen muchas gallinas que ponen huevos. ¡Si yo pudiera comer huevos de gallina!...
Es sabido que nada gusta tanto a los bichos chicos de monte como los huevos de gallina. Durante un rato el coaticito se acordó de la recomendación de su madre. Pero el deseo pudo más, y se sentó a la orilla del monte, esperando que cerrara bien la noche para ir al gallinero.
La noche cerró por fin, y entonces, en puntas de pie y paso a paso, se encaminó a la casa. Llegó allá y escuchó atentamente: no se sentía el menor ruido. El coaticito, loco de alegría porque iba a comer cien, mil, dos mil huevos de gallina, entró en el gallinero, y lo primero que vio bien en la entrada, fue un huevo que estaba solo en el suelo. Pensó un instante en dejarlo para el final, como postre, porque era un huevo muy grande; pero la boca se le hizo agua, y clavó los dientes en el huevo.
Apenas lo mordió, ¡TRAC! un terrible golpe en la cara y un inmenso dolor en el hocico.
-¡Mamá, mamá!- gritó, loco de dolor, saltando a todos lados. Pero estaba sujeto, y en ese momento oyó el ronco ladrido de un perro.
Mientras el coatí esperaba en la orilla del monte que cerrara bien la noche para ir al gallinero, el hombre de la casa jugaba sobre la gramilla con sus hijos, dos criaturas rubias de cinco y seis años, que corrían riendo, se caían, se levantaban riendo otra vez, y volvían a caerse. El padre se caía también, con gran alegría de los chicos. Dejaron por fin de jugar porque ya era de noche, y el hombre dijo entonces:
-Voy a poner la trampa para cazar a la comadreja que viene a matar los pollos y robar los huevos.
Y fue y armó la trampa. Después comieron y se acostaron. Pero las criaturas no tenían sueño, y saltaban de la cama del uno a la del otro y se enredaban en el camisón. El padre, que leía en el comedor, los dejaba hacer. Pero los chicos de repente se detuvieron en sus saltos y gritaron:
-¡Papá! ¡Ha caído la comadreja en la trampa! ¡Tuké está ladrando! ¡Nosotros también queremos ir, papá!
El padre consintió, pero no sin que las criaturas se pusieran las sandalias, pues nunca los dejaba andar descalzos de noche, por temor a las víboras.
Fueron. ¿Qué vieron allí? Vieron a su padre que se agachaba, teniendo al perro con una mano, mientras con la otra levantaba por la cola a un coatí, un coaticito chico aún, que gritaba con un chillido rapidísimo y estridente, como un grillo.
-¡Papá, no lo mates! -dijeron las criaturas-. ¡Es muy chiquito! ¡Dánoslo para nosotros!
-Bueno, se lo voy a dar -respondió el padre-. Pero cuídenlo bien, y sobre todo no se olviden de que los coatís toman agua como ustedes.
Esto lo decía porque los chicos habían tenido una vez un gatito montés al cual a cada rato le llevaban carne, que sacaban de la fiambrera; pero nunca le dieron agua, y se murió.
En consecuencia, pusieron al coatí en la misma jaula del gato montés, que estaba cerca del gallinero, y se acostaron todos otra vez.
Y cuando era más de medianoche y había un gran silencio, el coaticito, que sufría mucho por los dientes de la trampa, vio, a la luz de la luna, tres sombras que se acercaban con gran sigilo. El corazón le dio un vuelco al pobre coaticito al reconocer a su madre y a sus dos hermanos que lo estaban buscando.
-¡Mamá, mamá! -murmuró el prisionero en voz muy baja para no hacer ruido-. ¡Estoy aquí! ¡Sáquenme de aquí! ¡No quiero quedarme, ma... má! ...- y lloraba desconsolado.
Pero a pesar de todo, estaban contentos porque se habían encontrado, y se hacían mil caricias en el hocico.
Se trató en seguida de hacer salir al prisionero. Probaron primero cortar el alambre tejido, y los cuatro se pusieron a trabajar con los dientes; mas no conseguían nada. Entonces a la madre se le ocurrió de repente una idea, y dijo:
-¡Vamos a buscar las herramientas del hombre! Los hombres tienen herramientas para cortar fierro. Se llaman limas. Tienen tres lados como las víboras de cascabel. Se empuja y se retira. ¡Vamos a buscarla!
Fueron al taller del hombre y volvieron con la lima. Creyendo que uno solo no tendría fuerzas bastantes, sujetaron la lima entre los tres y empezaron el trabajo. Y se entusiasmaron tanto, que al rato la jaula entera temblaba con las sacudidas y hacía un terrible ruido. Tal ruido hacía, que el perro se despertó, lanzando un ronco ladrido. Mas los coatís no esperaron a que el perro les pidiera cuenta de ese escándalo y dispararon al monte, dejando la lima tirada.
Al día siguiente, los chicos fueron temprano a ver a su nuevo huésped, que estaba muy triste.
-¿Qué nombre le pondremos? -preguntó la nena a su hermano.
-¡Ya sé! -respondió el varoncito-. ¡Le pondremos Diecisiete!
¿Por qué Diecisiete? Nunca hubo bicho del monte con nombre más raro. Pero el varoncito estaba aprendiendo a contar, y tal vez le había llamado la atención aquel número.
El caso es que se llamó Diecisiete. Le dieron pan, uvas, chocolate, carne, langostas, huevos, riquísimos huevos de gallina. Lograron que en un solo día se dejara rascar la cabeza; y tan grande es la sinceridad del cariño de las criaturas, que al llegar la noche, el coatí estaba casi resignado con su cautiverio. Pensaba a cada momento en las cosas ricas que había para comer allí, y pensaba en aquellos rubios cachorritos de hombre que tan alegres y buenos eran.
Durante las noches siguientes, el perro durmió tan cerca de la jaula, que la familia del prisionero no se atrevió a acercarse, con gran sentimiento. Cuando a la tercera noche llegaron de nuevo a buscar la lima para dar libertad al coaticito, éste les dijo:
-Mamá: yo no quiero irme más de aquí. Me dan huevos y son muy buenos conmigo. Hoy me dijeron que si me portaba bien me iban a dejar suelto muy pronto. Son como nosotros. Son cachorritos también, y jugamos Juntos.
Los coatís salvajes quedaron muy tristes, pero se resignaron, prometiendo al coaticito venir todas las noches a visitarlo.
Efectivamente, todas las noches, lloviera o no, su madre y sus hermanos iban a pasar un rato con él. El coaticito les daba pan por entre el tejido de alambre, y los coatís salvajes se sentaban a comer frente a la jaula.
Al cabo de quince días, el coaticito andaba suelto y él mismo se iba de noche a su jaula. Salvo algunos tirones de orejas que se llevaba por andar muy cerca del gallinero, todo marchaba bien. El y las criaturas se querían mucho, y los mismos coatís salvajes, al ver lo buenos que eran aquellos cachorritos de hombre, habían concluido por tomar cariño a las dos criaturas.
Hasta que una noche muy oscura, en que hacía mucho calor y tronaba, los coatís salvajes llamaron al coaticito y nadie les respondió. Se acercaron muy inquietos y vieron entonces, en el momento en que casi la pisaban, una enorme víbora que estaba enroscada a la entrada de la jaula. Los coatís comprendieron en seguida que el coaticito había sido mordido al entrar, y no había respondido a su llamado porque acaso estaba ya muerto. Pero lo iban a vengar bien. En un segundo, entre los tres, enloquecieron a la serpiente de cascabel, saltando de aquí para allá, y en otro segundo, cayeron sobre ella, deshaciéndole la cabeza a mordiscones.
Corrieron entonces adentro, y allí estaba en efecto el coaticito, tendido, hinchado, con las patas temblando y muriéndose. En balde los coatís salvajes lo movieron; lo lamieron en balde por todo el cuerpo durante un cuarto de hora. El coaticito abrió por fin la boca y dejó de respirar, porque estaba muerto.
Los coatís son casi refractarios, como se dice, al veneno de las víboras. No les hace casi nada el veneno, y hay otros animales, como la mangosta, que resisten muy bien el veneno de las víboras. Con toda seguridad el coaticito había sido mordido en una arteria o una vena, porque entonces la sangre se envenena en seguida, y el animal muere. Esto le había pasado al coaticito.
Al verlo así, su madre y sus hermanos lloraron un largo rato. Después, como nada más tenían que hacer allí, salieron de la jaula, se dieron vuelta para mirar por última vez la casa donde tan feliz había sido el coaticito, y se fueron otra vez al monte.
Pero los tres coatís, sin embargo, iban muy preocupados y su preocupación era ésta: ¿Qué iban a decir los chicos, cuando, al día siguiente, vieran muerto a su querido coaticito? Los chicos le querían muchísimo y ellos, los coatís, querían también a los cachorritos rubios. Así es que los tres coatís tenían el mismo pensamiento, y era evitarles ese gran dolor a los chicos.
Hablaron un largo rato y al fin decidieron lo siguiente: el segundo de los coatís, que se parecía muchísimo al menor en cuerpo y en modo de ser, iba a quedarse en la jaula, en vez del difunto. Como estaban enterados de muchos secretos de la casa, por los cuentos del coaticito, los chicos no conocerían nada; extrañarían un poco algunas cosas, pero nada más.
Y así pasó en efecto. Volvieron a la casa, y un nuevo coaticito reemplazó al primero, mientras la madre y el otro hermano se llevaban sujeto a los dientes el cadáver del menor. Lo llevaron despacio al monte, y la cabeza colgaba, balanceándose, y la cola iba arrastrando por el suelo.
Al día siguiente los chicos extrañaron, efectivamente, algunas costumbres raras del coaticito. Pero como éste era tan bueno y cariñoso como el otro, las criaturas no tuvieron la menor sospecha. Formaron la misma familia de cachorritos de antes, y, como antes, los coatís salvajes venían noche a noche a visitar al coaticito civilizado, y se sentaban a su lado a comer pedacitos de huevos duros que él les guardaba, mientras ellos le contaban la vida de la selva.

Horacio Quiroga
Del libro “Cuentos de la Selva”

Actividades

1-      Busca en el cuento tres oraciones y analízalas.
2-      Busca en el texto tres las palabras que tengan diptongos y tres que tengan hiato.
3-      Reescribe el siguiente texto reemplazando por sinónimos las palabras subrayadas
Al cabo de quince días, el coaticito andaba suelto y él mismo se iba de noche a su jaula. Salvo algunos tirones de orejas que se llevaba por andar muy cerca del gallinero, todo marchaba bien. El y las criaturas se querían mucho, y los mismos coatís salvajes, al ver lo buenos que eran aquellos cachorritos de hombre, habían concluido por tomar cariño a las dos criaturas.”

Trabajamos con el cuento

¿Cuántos personajes intervienen en este cuento? ¿Quiénes son?
Ubica a el personaje principal, secundario, narrador, etc.
Imagina…  ¿Qué sucedería si los niños se daban cuenta que el Coatí que estaba en la jaula era otro? Con esta premisa, escribe un final distinto del cuento.


sábado, 24 de septiembre de 2011

Volvemos a las actividades


Después de estar un tiempo sin actividad, regresamos a compartir este espacio.

Lee detenidamente el cuento varias veces hasta que lo entiendas


La bomba bamba
Esta historia relata una de las miles de intervenciones de una Unidad Policial ante un posible artefacto explosivo, veamos lo que sucedió…
Eran las 9 de la noche, la luna apenas se había asomado y las estrellas titilaban cual luciérnagas en el firmamento chiclayano, mientras el personal de servicio de la Unidad de Desactivación de Explosivos (UDE), se encontraban cumpliendo atentamente su servicio, cuando una llamada telefónica vino a “revolucionar” el macizo local policial.
- Aló, buenas noches, Policía Nacional a sus órdenes, se le escuchaba decir al Comandante de Guardia, un veterano y todavía ágil policía.
- Señor, es una emergencia, estoy hablando desde Lambayeque, -al otro lado de la línea se escuchaba una voz masculina de hablar pausado y nervioso con vos casi temblorosa- frente al Museo Brunning han dejado un paquete. Creo que es una bomba.
El Comandante de Guardia tomaba nota de todos los datos, a veces hacía preguntas y más preguntas, con la finalidad de verificar la información.
Corría los días y meses del año 85, la delincuencia estaba ocasionando estragos en la Policía Nacional, Fuerzas Armadas, en la población civil y en los lugares públicos.
La población vivía atemorizada por los constantes apagones y las acciones delictivas, mientras la UDE, tenía bastante trabajo. Esa noche iba a ser una larga jornada.
Se le dio cuenta de esta novedad al Oficial de Servicio.
-Que esté lista una unidad móvil con personal de la UDE, ordenó.
Al momento cuatro efectivos de la UDE, el Oficial de Servicio y su adjunto, luego de revisar todo el equipo necesario para estos menesteres y de persignarse -en estos casos Dios es el único que los protege-  abordaron la camioneta RAM CHARGER de color verde, como el color de la esperanza, la misma esperanza de regresar bien, sanos y salvos, de esta peligrosa labor.
Salieron por la avenida Balta, con sirena funcionando, a toda velocidad, abriéndose paso por la avenida Bolognesi hasta la avenida José Leonardo Ortiz y luego doblaron por la avenida Salaverry.
Los vehículos que a esa hora se desplazaban a Lambayeque, abrían camino para que la unidad policial llegase prontamente a su destino: salvar vidas y proteger la propiedad pública y privada.
La camioneta se estacionó entre las calles Huamachuco y Atahualpa, casi a la entrada de la ciudad.  Los policías del Destacamento del Museo ya se encontraban acordonando el lugar.
Los recibió un Suboficial quien les indicó el lugar exacto donde se encontraba el “paquete maldito”.
La fachada era de color celeste, de material noble, de un piso, se observaba un jardín amplio, rodeado de rejas, daba la impresión de ser una cárcel. En una parte de la reja estaba colgada una bolsa de tela color oscuro.
El personal de la UDE., tomó su emplazamiento, mientras bajaban de la camioneta sus implementos uno de ellos se acercó con sumo cuidado, y observó detenidamente aquél, aparentemente inofensivo, peligroso paquete.
Para la desactivación de un artefacto explosivo, se siguen dos técnicas: una por la desactivación de sus componentes, fulminante, cordón detonante, mecha lenta; y otra por destrucción que consiste en colocar un fulminante y mecha lenta al paquete y hacerlo explotar en un lugar donde no cause daño.
El más antiguo del grupo ordenó traer el gancho para agarrar el paquete, pensaba que al jalarlo éste explotaría. Dos del grupo se acercaron sigilosamente y elevando una plegaria al todopoderoso colocaron el gancho, tiraron y por instinto de conservación se arrojaron al piso para cubrirse de una posible explosión. Pero nada. No había explotado, el peligro seguía latente.
Fue entonces que se tomó la decisión de cortar las amarras que lo sujetaban a las rejas, con la finalidad de que al caer explote. Uno de los integrantes de la UDE, al ser ordenado que realice esta maniobra, por ser el menos antiguo, objetó: “Yo soy soltero, que vaya otro, al menos déjenme conocer a mis hijos, a mi todavía no me llaman papá”. Entonces se escuchó una voz que decía: “PAPA”. Y los demás al unísono le gritaron: “Ahora si puedes ir, ya te llamaron papá”, causando la hilaridad de los presentes en ese tenso momento.
Todavía sonriendo, se encaminó al paquete, sereno, tranquilo, tratando de no cometer errores, pues, su primer error sería el último. Respiró profundamente, estiró la mano con la navaja, cortó las amarras, el paquete cayó pesadamente a la acera. No explotó. Estando el paquete en la vereda, se determinó desactivarlo por destrucción, se le colocó un fulminante con mecha lenta y se procedió a hacerlo explotar.
Se escuchó un sonido no muy fuerte producto del fulminante, pero el paquete, cual terco animal, seguía igual.
El oficial entonces dispuso subir el paquete a la camioneta con la finalidad de llevarlo a un lugar desolado.
Luego, todos subieron a la RAM CHARGER. Nadie hablaba, aunque claramente se escuchaban los latidos acelerados de sus corazones, que parecían los tambores de guerra de una tribu amazónica.
Al llegar a la entrada a Chiclayo, el oficial ordenó estacionar el vehículo a un costado de la carretera. Después con un palo sacaron el paquete y lo arrojaron a un descampado. Todos retuvieron la respiración. Ahora sí explota, pensaron. Pero nada. Con la ayuda de un reflector alumbraron el paquete y uno de ellos se acercó resueltamente y de un tajo, lo cortó. Grande fue su sorpresa cuando descubrió que el paquete contenía: una botella rota con residuos de bebida, dos portaviandas con restos de comida, una cuchara y un mantel.
Esta era la “bomba”, que los había hecho sudar la “gota gorda”.
Abordaron la RAM CHARGER, alegres, carcajeándose durante todo el recorrido. Al llegar al local de la UDE., el personal de servicio, que esperaban ansiosos noticias de sus compañeros, se alegraron cuando los vieron llegar sanos y salvos. “Gracias a Dios, les fue bien”, pensaron.
Siguieron al Oficial, quien en forma muy policial, se cuadró ante el Mayor, Jefe de Cuartel, y luego de saludarlo gallardamente, dijo:
- Permiso, mi Mayor, artefacto explosivo conteniendo: una botella rota, portaviandas con comida, cuchara y mantel, sin novedad.
Una risa franca, sincera, alegre, solidaria, se escuchó por todo el local policial, contrastando con el silencio de la noche.
Esta vez había sido Sin Novedad.

Autor: Pedro Payac Ojeda

Actividades

Este es un cuento policial.

v  Indica por lo menos tres características que tiene este tipo de relato.

Si te animas, relata un final distinto…


sábado, 10 de septiembre de 2011

Carta a mis alumnos


Por estas semanas vamos a descansar de los trabajos en el blog, lo cual no quiere decir que estaremos sin publicar algo, aunque no sea para trabajar, sino solo para leer. Después de la prueba es importante regalarnos un parate de actividades, las cuales las retomaremos después del viaje.
Hoy quería compartir con ustedes, que son mis alumnos, un espacio de reflexión personal.
Me parece importante en estos días, agradecerles a cada uno de ustedes la posibilidad que me brindan de poder ser su maestro. Sin darse cuenta, con los pocos años que llevan en la vida, permiten a muchas personas alcanzar espacios muy hermosos de felicidad.
Los maestros existimos  gracias a ustedes. Desde que comenzamos a trabajar en un aula, cada alumno es la razón de nuestra profesión. Nuestra tarea se fabrica desde lo más profundo de los sentimientos que llevamos en nuestro interior y ustedes, sin darse cuenta, nos regalan a nosotros, el sentido de lo que somos.
Nos importa muchísimo que aprendan cada materia y que logren aprobarla con la mejor nota. Como siempre les digo, son ustedes los que se colocan su propia calificación con lo que demuestran en el aula. En definitiva, todos los días están aprendiendo que en la vida, las cosas que tenemos o dejamos de tener son aquellas que nosotros no supimos regalar.
Chicos y chicas de 5° grado. En este mes y un poco más que llevamos juntos, sigo aprendiendo a conocerlos y eso es  hermoso. Sus ocurrencias, sus preguntas, sus inquietudes, sus charlatanerías, sus saberes, sus travesuras, sus buenos y malos comportamientos, etc, me hace sentir su maestro.
Gracias por todo y sigamos con mucha fuerza hacia adelante.
Profesor Fabián.

sábado, 3 de septiembre de 2011


El Flautista de Hamelín   


Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas.          
        Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquietante plaga.
      Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados. 
        Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones".  
        Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín".
   Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.
        Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad.  
        Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.
        Los hamelineses, al verse al fin libre de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche.   
        A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?".
        Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.
   Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.
       Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.
        Tomados de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.
        Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron.   
     En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.
     Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.
Fin

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Actividades
1)      ¿Podemos afirmar que “El flautista de Hamelín” es un cuento tradicional”? Si/ no ¿Por qué?
2)      Describe las características de los habitantes de Hamelín.
3)      Indica cuántos párrafos tiene el cuento.
4)      Imagina que hubiese sucedido si los habitantes de Hamelín hubieran tenido una actitud distinta con el flautista. Con esa premisa, escribe un final distinto. Procura que lo que escribes tenga coherencia y cohesión


Coloca si son diptongos o hiatos                                  
Flautista

Melodía

Volvieron

Sonrientes

Ciudad

Insaciables

Veían

Nadie

Paseaba

Desierta



Analiza las siguientes oraciones

El flautista se presentó ante el Consejo

Los hamelineses  respiraron aliviados    

En la ciudad quedaron sus opulentos habitantes

En la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño

Furioso por la avaricia y la ingratitud

Reemplaza por sinónimos las palabras subrayadas y reescribe el cuento el párrafo

Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas.